Hay temas que explotan en los medios y se convierten en tormentas fugaces: ardientes, ruidosas, exageradas. Pero cada tanto aparece un caso que permite observar algo más profundo, algo que incomoda porque nos devuelve un espejo. No sobre la farándula, no sobre los egos, no sobre el show.
Por Gabriela Guerrero Marthineitz
Hace unos días se filtró un chat privado del grupo de periodistas de APTRA. Digo “privado” porque lo es: aunque tenga 60 personas, aunque hablemos de una institución pública, aunque los nombres que participan sean conocidos, para la ley, para cualquier criterio jurídico razonable y para cualquier persona con sentido común, un grupo privado es un ámbito de privacidad.
Nos devuelve un espejo sobre “la ética”, una palabra que parece haber quedado arrumbada en un rincón, como si fuera un accesorio viejo que ya no se usa.
Y un ámbito de privacidad, aunque esté lleno de periodistas, no es tierra liberada para que cualquiera capture, copie y haga circular su contenido como si fuese parte del patrimonio público.
Entre los mensajes filtrados había un comentario sobre Marcelo Polino.
Todos sabemos cómo funciona el efecto dominó cuando un nombre conocido entra en juego: las preguntas, las suspicacias, los análisis de escritorio y la indignación selectiva, pero en medio de esta histeria mediática, lo que más me llamó la atención fue lo que no se dijo. Lo que no se preguntó. Lo que no se buscó.
Porque sí: si un comentario molesta, lo razonable y lo elegante, es pedir disculpas. Siempre. Así como también es razonable que la persona afectada exprese su malestar.
Somos adultos.
Tenemos palabras, tenemos criterio, sabemos reconocer cuando algo estuvo fuera de lugar.
No voy a discutir eso ni voy a justificar lo injustificable.
Pero la pregunta —la verdadera— es otra.
¿Por qué nadie está hablando del responsable de la filtración?
¿Por qué nadie está exigiendo identificar a quien cometió la única falta ética y legal que está clara en este caso?
¿Por qué estamos discutiendo el contenido y no la violación de la privacidad que permitió que ese contenido se volviera público?
Estamos frente a un fenómeno cultural cada vez más frecuente: la sociedad se concentra en el chisme, en el fragmento suelto, en el screenshot que “alguien” envió, sin preguntarse jamás quién decidió romper la confidencialidad.
Y en esa omisión, sin darnos cuenta, estamos legitimando una práctica gravísima: que cualquiera puede difundir lo que quiera de un espacio privado sin enfrentar consecuencias.
¿De verdad eso nos parece normal?
La privacidad es un valor. Y en este tiempo hiperexpuesto es, paradójicamente, un lujo, un lujo silencioso.
Un lujo que no se compra y que no depende del dinero, sino de la conducta.
Ser discreto es un acto de respeto hacia uno mismo y hacia los demás.
Ser auténtico es sostener una línea interna aun cuando nadie nos está mirando. Tener estilo (del que importa, del que no se cuelga en una percha) es tener coherencia.
No traicionar un espacio donde nos movemos todos los días.
No usar la confianza de otro para generar escándalo, rating o contenido fácil para las redes.
Esto nos lleva a un punto central:
La privacidad no es un derecho según simpatías, es un derecho universal.
Un chat con 60 personas no es un espacio público, es un ámbito cerrado donde la ley reconoce la expectativa razonable de intimidad.
Cualquier abogado te lo va a confirmar: el delito no está en el comentario desafortunado, sino en la difusión no autorizada de esa conversación.
Y, sin embargo, no hay titulares, no hay comunicados, no hay investigación alguna respecto de quién sacó la captura que hoy circula como si fuera trofeo.
La escena me recuerda a algo que vengo trabajando en mis columnas: la diferencia entre lo visible y lo esencial.
Entre el ruido y el valor.
Entre lo que se ostenta y lo que realmente importa.
A veces confundimos el brillo con el propósito.
Y la transparencia con la exposición, pero no son lo mismo.
El lujo silencioso, del que muchos creen que hablo solo en términos de moda, tiene que ver justamente con esto: con los valores que no hacen ruido pero sostienen la estructura invisible de la vida pública y privada.
Elegir la calidad por encima de la cantidad, la palabra justa por encima de la reacción impulsiva, la reserva por encima del exhibicionismo, el respeto por encima de la conveniencia, y también elegir el silencio cuando corresponde.
En una época donde todo se graba, se copia y se captura, la verdadera distinción está en lo que no se comparte.
La señora del lujo silencioso —esa figura metafórica que aparece en mis textos y en mis ideas— nunca haría circular una captura que compromete a otros.
No porque finja corrección, sino porque entiende que la confianza es un tejido que no se rompe sin consecuencias.
Porque sabe que la elegancia empieza donde finaliza el impulso.
Porque sabe que la ética es el último lujo real.
Y entonces vuelvo al punto inicial:
¿Tenemos que discutir si un comentario hirió susceptibilidades? Sí.
¿Tenemos que pedir disculpas si así fue? También.
¿Tenemos que ignorar que alguien violó la privacidad de más de 50 personas? No, de ninguna manera.
Lo grave de este episodio no es el chisme mediático.
Lo grave es la naturalización de que un acto ilegal pase inadvertido.
Lo grave es que ya no nos sorprenda que se vulneren espacios cerrados.
Lo grave es que nadie exija la misma transparencia que pregona.
Y lo más grave de todo: lo fácil que nos resulta desviar la atención hacia el contenido filtrado para evitar hablar del acto que permitió filtrarlo.
En un país donde la desconfianza se volvió costumbre, donde la lealtad parece un objeto vintage, donde la velocidad manda, donde todo se grita y nada se piensa, vale la pena detenerse. Volver a mirar. Volver a elegir.
Porque, al final del día, la privacidad también es un pacto moral.
Y quienes rompen ese pacto no son pícaros: son irresponsables.
Son personas que no entienden que lo más caro no es lo que se compra; lo más caro es lo que se pierde cuando se traiciona la confianza.
Quizá este episodio sirva para algo más que alimentar el escándalo del día.
Quizá sirva para recordarnos que la ética, la autenticidad y el estilo —los de verdad— se ven donde nadie mira: en lo que uno respeta aunque no haya aplausos, cámaras ni likes.
Eso, justamente eso, es el verdadero lujo silencioso.
Hasta la próxima
La Señora del Lujo Silencioso
Hay temas que explotan en los medios y se convierten en tormentas fugaces: ardientes, ruidosas, exageradas. Pero cada tanto aparece un caso que permite observar algo más profundo, algo que incomoda porque nos devuelve un espejo. No sobre la farándula, no sobre los egos, no sobre el show.
La escena ocurrió este jueves y, como era de esperarse, no pasó desapercibida. Eugenia “La China” Suárez fue vista en un reconocido shopping de Palermo junto a Mauro Icardi y las hijas de él, en una salida que mezcló compras, helados y miradas de sorpresa entre quienes los reconocieron.